
En esta nueva cita en Alemania, las imágenes que quedarán impregnadas son los cinco goles de Ecuador o el regalado, desgraciado y perfecto tiro libre de Beckham terminando con nuestras ilusiones.
Hoy le sumamos al grande Zinedine Zidane que acaba de dar cátedra a todos, al convencerse de que la vieja Francia podía contra la sonrisa predestinada de los favoritos pentacampeones.
Hasta antes del Brasil-Francia no aparecía la imagen del mejor jugador de este Mundial. Luego de esos vertiginosos noventa minutos en Frankfort, el francés, que agradece a los españoles por haberle pellizcado anunciando su jubilación en octavos de final, salíó de la cancha bañado en aplausos y admiraciones del mundo entero.
Manejó el mediocampo a su antojo con Vieira y Makelele cubriéndole las espaldas y con Rybery y Henry recibiendo sus abastecimientos. Sabía que, en medio de tan temible rival, hacer jugadas para el aplauso podía ser riesgoso y, sobre todo, sabía que, a las puertas de su adiós, muchos no quieren arriesgar nada.
Sin embargo, lo hizo. Sus mágicos lujos pasaron por un sombrero a Ronaldo y el milimétrico pase-gol a Henry para dejar en claro quien es el mejor jugador de este Mundial y sepultando para siempre a Parreira, el arquetipo del antifútbol.
Gracias Zidane por devolverle la hermosura a este deporte y hacernos creer, nuevamente, que lo bello prevalece en la memoria sobre los fríos resultados.
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